lunes, 14 de enero de 2013

Un ayer que ya no es mañana.

Luchar batallas de guerras perdidas y pensar que has criado rosas sin espinas.

Cigarro humeante en un cenicero, hielo naufragando en un vaso de whisky, sofá vacío de ninguna sala de estar. Tu sombra ha cerrado la puerta al marchar. La entornaré antes de irme a dormir, por si regresas. Por si vuelve, aunque solo sea, tu recuerdo.

Habitación blanca, vacía, con un reloj parado. No pasa ya el tiempo por él. Me enmarca un llanto imperecedero, un lucero del alba que ya no es lucero, un desamor que ya no es amargo, sólo eterno.

Luchar batallas de guerras perdidas y, a la derrota, abrazarme a la sombra que dejas en mi recuerdo. Pasar de tu mirada, a ser una página más de tu diario. Una señal de prohibido pasar en tu ayer. Un ayer que ya no es mañana...

jueves, 21 de junio de 2012

De precipicios y rotondas sin salida.


La esperanza. La esperanza es lo que siento cuando te llamo y oigo tú voz después de un largo día soñando con ella. Es lo que desaparece cuando la boca que amo me dice que mañana tampoco, que tendré que seguir soñando con tu voz, tus ojos y tu sonrisa otro día más. En ese momento, cuando la esperanza ha volado abandonándome, es cuando aparece el precipicio. Ese gran agujero en la misma tierra que hace unos momentos sostenía mis huesos, y que ahora me traga y me arroja a un boquete oscuro en el que no puedo distinguir fondo ni paredes. Solo el dolor, ese dolor tan característico y reconocible como un olor o un sabor, como una textura o un sonido. Que cuando me invade, cuando se mete dentro de mí y va recorriendo toda mi estructura hasta llegar a la punta de los dedos, sé que es él. “Mañana no lo veré”. Pienso. Y continúo sin ver el fondo.

Amor mío, tengo miedo. Miedo de que esto me esté haciendo daño y no pueda dejarlo, que sea como un droga, y no como una pasión. Tengo miedo de que el precipicio se vaya haciendo más grande cada vez, o que quizás yo tarde en llegar al final más. De una forma clara: tengo miedo de llamarte mañana y que duela más que hoy.

Esa es la preocupación con la que vivo cada vez que se repite la misma situación. ¿Qué ha sido hoy? ¿Qué tenías que trabajar con tu padre? ¿Comprar las cosas de tu cumpleaños? Yo sufro. Ya, ya sé que han pasado apenas tres días, y te aseguro que me siento muy muy mal conmigo misma por necesitarte tan pronto. Pero es que lo pienso y caigo en la dolorosa verdad de que es muy posible que siempre sea así, que yo te llame, y que tú tengas cosas que hacer. Tal vez deberíamos dejar de esquivar a algún cruel destino que quiere  que nos separemos. Que yo encuentre a alguien a quién necesite menos, o tal vez alguien que me necesite tanto como yo a él; y que tú…que tú encuentres a una chica que sea feliz a tu lado, que no tropiece con precipicios cada vez que se sienta sola. Soledad de ti.

Pero todo esto ya lo hemos hablado, taaantas veces. Y yo he luchado por mantenerme a tu lado, y he sufrido, y he llorado. Me he negado a separarme de ti definitivamente porque, al fin y al cabo, la droga es tan dura. Y voy tan ciega cuando estoy a tu lado que, sinceramente, me la suda que tú no me necesites tanto como yo a ti, los problemas, el dolor…por eso mismo, porque estoy a tu lado, y eso lo supera todo. Son tan peligrosos esos momentos de placebo bienestar…me hacen olvidar. El precipicio desaparece de mi memoria.

A pesar de todo esto, mañana despertaré y la vida será maravillosa. Porque faltará menos para verte, y la esperanza renacerá como fénix de sus cenizas. Yo, mientras todo gira, seguiré moviéndome con cara de boba en el círculo vicioso en el que se ha convertido mi vida: sufriendo porque me faltas, olvidando que sufro cuando te tengo, y volviendo a sufrir cuando me faltas. Hasta que un día el círculo se rompa.

Qué maravillosa es la vida.

lunes, 23 de abril de 2012

Muñeca de porcelana.

Parecías una muñeca de porcelana. Tan pálida, tan bonita, con tus ojos grandes de color almendra y tus largas pestañas. Una muñeca siempre triste, caminando con paso lento y la mirada de tus preciosos ojos clavada en el suelo. ¿Qué buscabas, muñeca?                                 El pelo siempre te tapaba el cielo, y por eso nunca sonreías. Pero cuando reías, las pocas veces que una carcajada nacía en tu pecho y moría en tus labios, creabas el sonido más bonito del mundo. Y yo amaba aquella risa, porque era fresca y sincera, y porque nos suelen gustar las cosas que menos se dan, las cosas especiales. Y tu sonrisa era muy especial para mí.                                     Yo reía siempre a tu lado, por cualquier cosa. Vivía con el continuo anhelo de darte un abrazo, de acariciarte la mejilla cuando parecías dormida a mi lado, y de decirte palabras que hiciesen que tus ojos brillasen de felicidad. Pero casi nunca lo hacía, porque tú eras diferente a todo el mundo, y no saber cómo reaccionarías me acobardaba. A pesar de eso, no podía evitar pasar minutos enteros acariciando tu pelo, que siempre estaba suave como el de un gato. Y aunque nunca te lo dije porque tú odiabas los gatos, ahora que me paro a pensarlo te parecías mucho a ellos: esa arrogancia en la mirada que tan poco te gustaba cuando venía de un felino, esa independencia tan propia de un gato que va de casa en casa, que vive en los tejados. Porque tú nunca parecías necesitar a nadie a tu lado, andabas sola por la vida, mirando al suelo y rodeada de gente. Pero a veces, tan pocas veces que después creía haberlo soñado, podía ver en tus ojos aquel destello que me decía que te sentías sola en el mundo. Por eso nunca te dejé sola. Por eso y porque te quería. Porque sinceramente, pasar tiempo contigo era una de las cosas que más disfrutaba. Cuando estábamos solas ya no eras frágil, y en tu cara se veía firmeza.                                                                                                                                                        Me hacías todas esas preguntas sobre la vida en las que yo me explayaba a la hora de contestar, a veces queriendo saber mi respuesta, y otras no. Me esforzaba mucho a la hora de contestar, ¿sabes? Intentaba que mi respuesta fuese lo suficientemente buena, que te sacase una sonrisa, y cuando eso pasaba, se me abría el corazón. Pasábamos horas hablando, siempre había algo bueno sobre lo que reflexionar, siempre había un suelo con hierba en el que sentarse, y siempre caían sobre nosotras los rayos del Sol, para que tu pelo brillase.            Pasamos días felices, diseccionando la vida, contando anécdotas. Creo que tú me enseñaste a escuchar de verdad, que es algo que muy poca gente sabe. 
Hasta que llegó el día en el que te vi llorar, por primera y última vez. Y fue como si aquella lámina brillante que había cubierto siempre tus ojos grandes y expresivos se resbalara, rodando por el lacrimal y adentrándose en el desconocido territorio de tus mejillas. Dirigiéndose a esa muerte segura a la que se dirigen todas las lágrimas cuando nacen. Dejó como única huella ese rastro húmedo e incómodo que cruzaba tu cara, el olor a mar cuando me acerqué a ti y te abracé.
Lo supe, llorabas por mí. Porque me marchaba.
Nunca llores por nadie, pequeña muñeca de porcelana. Llorar es coger todos los recuerdos de los buenos momentos, exprimirlos una y otra vez, y cuando has conseguido esa esencia, la chispa concentrada de miles de horas, minutos y segundos de felicidad, arrojarla al mar en minúsculas gotas de agua que salen de tus ojos. Porque dicen que los ojos son el espejo del alma, y te puedo asegurar que es ahí donde guardas, sin darte cuenta, todas esas tardes de risas y de cielos sin nubes. Guarda tus lágrimas, guárdalas para cuando de verdad necesites deshacerte de malos recuerdos, y deja de alimentar al mar con los nuestros. Protégelos. Ponlos a salvo del polvo que los cubre y los sumerge en el olvido, que los arrastra a lugares donde dejarán de ser importantes para ti. Porque te estoy confiando una de las cosas más importantes para mí. Mis recuerdos.
Y estoy segura que cuando los años pasen para ambas y nuestras vidas hayan tomado caminos opuestos e inesperados, un día, una mañana, en un segundo  tus ojos, todavía castaños y preciosos, se fijarán en algo que te hará pensar en mí, recordar que en un tiempo pasado existió esa chica loca que quería ir contigo a Paris. Sonreirás.
Y yo, esté donde esté, sonreiré y pensaré en ti, en aquella pequeña muñeca de porcelana que me enseñó tanto sobre la vida. En su sonrisa que le hacía poderosa. En nuestras pequeñas aventuras.
Con toda seguridad te puedo asegurar que eso pasará algún día, pero no tiene que ser hoy, ni mañana. Todavía quedan años que recordar, y momentos que vivir. Solo me marcharé cuando tenga la certeza de que me recordarás cuando tu mirada se cruce con un cielo azul y abierto.
¿Te acuerdas? El azul del cielo es tan maravilloso.                                                                                                       

sábado, 26 de marzo de 2011

Los corazones contentos. Pequeñas dosis de tristeza diaria.

¿Hay algo más jodido que el amor? Sí, la amistad.
Esas fueron las palabras que, mezcladas con lágrimas, finalizaban un discurso de frases con sentido pero sin sentimientos. Y le acaricié el pelo a la personita que permanecía callada, mirando fijamente a un punto indeterminado del suelo, a mi lado. Sin saber si las palabras tan sabias y a la vez estúpidas que salían de mis labios cambiarían algo en su cabecita. Porque ahora había eclipsado su desgracia con mis penas, y la que sentía como las pequeñas gotitas de agua atravesaban sus húmedas pestañas era yo.
Y que estúpido por mi parte, comenzar a llorar en ese momento. Pero claro, yo ya sabía que eso sucedería, que entre las risas, la música que se oía tan lejana, la gente que pasaba, anónima, y el alcohol que brillaba atrayendo a los cuerpos, la tristeza acabaría por emerger. Aquellas fueron las primeras lágrimas que tanto me había costado alcanzar.
Porque hay palabras que solo por el mero hecho de pronunciarlas explotan, y porque es inevitable que desemboquen en tristes balbuceos. Allí estaba yo, sincerándome por primera vez sin tener que dar explicaciones, resúmenes rápidos y mal contados de toda la historia, o impresiones subjetivas motivadas por aquel rastro de dolor e incomprensión. Con la brisa nocturna de la noche, y el cansancio de una interminable y fugaz semana acoplado en mis huesos, rompí a llorar. Llorando juntas, pasaron segundos.
Me levanté. Porque el final de la fiesta estaba anunciado, y en qué momento, vaya. Y me marché, limpiándome las lágrimas con las manos. Acabó la noche con un rastro de melancolía, pero con el inconfundible sonido de los corazones contentos. Y yo, de vuelta, preguntándome las mismas preguntas de siempre, ¿por qué se acabó? ¿Por qué después de todo esto?
Y ahora sé que si hay algo peor que el amor, esa es la amistad. Que duele y siempre dolerá haber perdido algo tan grande. 
Porque...¿está perdido?

sábado, 24 de julio de 2010

Y nació Sabine.

Así como estaba, tumbado cuan largo era en aquel sofá, pensó en él. Recorrió con dedos largos y finos las ideas que ametrallaban su mente.

Acarició, por ejemplo, su inconfesable gusto por las metáforas marinas, la facilidad con la que estas salían como espuma, escabulléndose entre sus labios. Cómo le gustaba entrelazar disimuladamente las olas del mar con las conchas semi escondidas bajo la arena.

Y pronto, como siempre, olvidó las gaviotas, los dulces atardeceres y la Luna rihelando en el mar. Recordó el día en el que se confesó amante de la belleza. Enamoradizo de todo lo hermoso. Esa latente pasión por suspirar ante amaneceres en pieles ajenas, envueltos por sábanas blancas y conservados por la frescura de la noche.

Amor por todo lo que aceleraba y desaceleraba el ritmo del órgano de la vida.

Miles de cielos, miles de cabellos alborotados por el viento. Cientos de sonrisas no conocidas. Olor a café. Ganas de vida. Sombra con formas de ángel.
Belleza. En estado puro, incorruptible. De la que se puede tocar, oler.

Y no hablemos de sentir. Porque Sabine siente mucho.

Corriendo por cada huella de la perfeccta y desconocida mente humana, Sabine se pierde. A veces cree que no lo hace, pero cuando lo admite, que son contadas las veces, Sabine siente y es feliz. Y Sabine se encuentra. Y le gusta lo que ve.

Porque lo que ve es belleza. Porque las metáforas con olor a sal se presentan y pasean delante de él, desnudas. Le duele el cuello de tanto mirar hacia arriba.

Y si encuentra un abismo, se tira. No frena, ni para en seco: se deja caer. A Sabine le gusta experimentar. Pero solo con él. Sabine no se ha movido, continúa estirado en el sofá, continúa con Sus ojos abiertos. Ya son las 6:14, y Sabine ha acariciado más memorias de las que hubiera deseado. Sabine ha hecho exactamente las cosas que le gustan.
Porque para Sabine, así son las cosas. Siempre bellas.

Llora. Porque considera hermoso el hecho de llorar, más con esos ojos. Ríe, por el mismo motivo, y porque él siempre ríe.

Y nació Sabine,
de mirada penetrante, desafiante, odiosa y comletamente diferente.

Nació Sabine, y el mundo vio sus ojos,
dorados a veces, a veces azules,
mientras él se esforzaba por no ver el mundo.


Sabine, contraportada, habitante del mundo, vividor, pensador, y músico callejero.
Sabine, amante de los misterios y adorador de lo simple. Verso en sangre viva que se desangra por los rincones.

Y Sabine es dolorosamente feliz. Habitando en las páginas de una libreta, en los millones de pixeles de una pantalla, y en una de las mitades de la mente de una chiquilla.

Sabine vuelve. Se ha vuelto a perder. Es la sexta vez en lo que va de página. Como siempre, le ha gustado saltar entre palabra y palabra. Quiere seguir acunando ideas.

Sabine es caprichoso y le gustan los cascabeles, las máscaras de Venecia y las sorpresas. Pero existe algo que Sabine no ama. Su tarea pendiente, su condena perpétua, su callejón sin salida y su sardina que se muerde la cola. (Sabine adora salvar sardinas).

Sabine Teme al tiempo.
Le es inconcedible la idea de perderlo, de malgastarlo, y por eso Sabine no cesa de pensar. Es tan complejo el cúmulo de sentimientos que dominan a Sabine cada vez que mira este pensamiento detenidamente, que ha terminado por huír de él.

Sabine no enevejece, pero entiende el concepto. No tiene edad, pero le gusta soñar con el número 26.

Sabine responde, contesta, reflexiona y existe. Está aquí. Ha nacido para quedarse junto a Sus ojos, a veces dorados, a veces azules. Sabine es un amor platónico enamorado de la belleza y romántico de los atardeceres.

Sabine no tiene voz, pero va a hablar más que nadie.

jueves, 22 de julio de 2010

Muros de sal.

¡Al fin! ¡Mi ordenador me quiere, no mucho, pero me quiere! :D Nueva entrada, patatera (espero que marquéis ese botón) hecha como no se deben hacer las cosas, con prisas, y subida deprisa y corriendo, hala, sin foto, a lo chungo xD
Pero bueno, os dejo las críticas a vostros, que si no no acabo ;D Prometo ponerme al día con los blogs...^^U Se agradecen comentarios!

...

-¿Qué cómo me siento? Me siento como uno de esos botes de aceitunas de mi frigorífico, esos que tienen la etiqueta descolorida y cualquier cosa menos aceitunas en su interior. Olvidados, descansando al fondo, ocultos y caducados. Así me siento, total y completamente fuera de lugar. Un bote lleno de espárragos mustios.


Pero a quien quería engañar, si todos sabíais que este no era mi lugar, si estaba claro desde un principio que soy la pieza que se cayó de otro puzle. Definitivamente, estoy en la caja equivocada.

Y aún así, me quedé. Porque, principalmente, adoro ver al Sol cada mañana salir empapado de su primer baño, y por la noche, ahogarse en un espectáculo de llamas. Y, ya secundariamente, porque no tengo a donde ir.

Poco a poco, lentamente, he ido cayendo en las redes de la magia de este lugar. ¿Qué os voy a contar, a vosotros, que llegasteis antes que yo? He escavado en los lugares donde de pequeño, me solía perder. He corrido por las calles, todavía de piedra, en las que me hice mis primeras heridas de guerra.

Y he visto el mar, bueno, lo he visto, olido, saboreado, tocado…lo he sentido como mío. Supongo que eso no os gustará, porque este mar es vuestro.

Aquí, en este pequeño pueblo de esta pequeña isla, en este sitio siempre cubierto por la bruma y el encanto de los encantos más misteriosos, he bebido el viento, he olido la noche y he tocado las nubes. ¿Y sabéis qué?... ¿Por qué no? ¡Me ha gustado!

Porque he cometido un error, que no ha sido amar. Que todas las cuestas y callejones de muros blancos con olor a sal, todos lo arenosos caminos que han desgastado mis zapatos, yo, los he sentido como míos. Igual que el mar. Igual que el cielo, que es el mismo en todas partes menos aquí.

Porque yo, desde el fondo de mi corazón, quiero vivir aquí…



En la plaza reinó el silencio en el momento en el que Marcos terminó su gesticulado discurso. Todos los chicos y chicas que le rodeaban permanecían inmóviles. Marcos bajó la cabeza, y dejó que una boina cubriera su rostro de rasgos aún aniñados.

Desconocía el efecto que su sinceridad tendría sobre toda esa gente. Aquella palabrería era lo único que le quedaba, su último recurso para quedarse allí. Una casi imposible posibilidad por la que acababa de luchar con todas sus fuerzas.

Un murmullo general sacudió e hizo eco en las paredes de las casas. Sin saberlo, todas aquellas confesiones habían removido un monstruo dentro de cada corazón. De cada persona.

Y ahora, la culpabilidad, reflejada en sus rostros y en sus gestos, era lo que consumía a los jóvenes espectadores. Las normas eran las normas. ¡Un pueblo para huérfanos! Menuda tontería…recordaban todos sus primeras ideas cuando llegaron. Y aún así, nadie podía negar haber quedado prendido de ese pueblo, de sus amaneceres y de las conchas que el mar arrastraba a su orilla. Y, absolutamente todos, reconocieron y sintieron cada palabra de Marcos.

¿Su error imperdonable? Haber amado. Enamorarse. Y no de aquel lugar escondido entre acantilados, sino de una persona.

Las normas eran las normas. Y en un lugar donde la inmensa mayoría (que eran pocos) no superaba los dieciséis, el amor era asunto tabú. Algo imperdonable. Algo que merecía las dos pesadas maletas que llevaba Marcos en las manos.

Nada rompió el silencio, y Marcos, abatido, recibió un último golpe de aire frío en la cara antes de marchar. Como un arañazo.



Nada rompía el silencio, pero una mano que, imaginaciones suyas, le pareció inusualmente cálida, se posó en su hombro. Volteó, quedando cara a cara con los dos ojos más azules que había memorizado. Y con el rubor del mar.

martes, 6 de julio de 2010

Coca-Cola

Ufff...creo que subo demasiadas entradas xD No sé, derrepente viene la diosa inspiración y tengo que escribir. Bueno, hoy casi todo diálogo, que suele ser lo que peor se me da y que creo que esta vez me ha salido bien jaja. Juzgar vosotros.


   
...





-¿Y bien? –preguntó con un tono de voz que rozaba la desesperación. Sus ojos azules se clavaban en mí, incrédulos, y una ceja alzaba le otorgaba una pinta más bien cómica.


-¿Qué? – fingiendo todo lo bien que sabía, me apetecía exasperarlo un poco más.


Se pasó la mano por la frente, buscando una paciencia que solía ser esquiva en él. Me miró unos segundos y repitió el gesto. Hasta que no pude aguantar más y una risita se escapó de entre mis dientes.


-Marc, te lo advierto, no juegues con esto –me dijo, amenazador- ¿Quieres la jodida pastilla o no?


-Depende.- y callé, divertido con la situación.


-¡¿De qué?!...Oh, Dios…- aquella inesperada subida de tono me hizo dar un respingo. Mi tío había vuelto a cubrir su rostro, esta vez con las dos manos, y expulsaba aire ruidosamente por la boca.


Vale, sí, quizás me estaba pasando de la raya, ¿pero qué esperaba él? Si apenas tengo dieciséis años…


-De…de los efectos secundarios…- fue un susurro casi inaudible. Intentando por todos los medios acabar con su repentino mal humor.


Me miró, fingiendo calma a la vez que intentaba improvisar una buena respuesta. Me esforcé por transmitirle en silencio que la broma había acabado, y que me tomaría las cosas como tanto me decían, como un detestable adulto. Pareció captar la idea. Pero un extraño brillo se asomó en sus ojos.


-No conozco los efectos secundarios que tiene esta maldita droga, ¿sabes? No soy un médico, y sin embargo, mira por donde, puedo decirte los “efectos secundarios” que tendrán estas pastillas si haces la puta gracia de no tomártelas… ¿quieres saberlos? ¿Eh? ¿¡Quieres saberlos!? – mi cuerpo temblaba, empezaba a notar los ojos húmedos. No, no era el momento ni el lugar adecuado para ponerme a llorar.


Negué con la cabeza, lentamente, sin atreverme a levantar la mirada de la funda nórdica de mi cama.


-…Yo te los diré-siguió, ignorando mi respuesta- Cómo no te tragues esta jodida mierda- sacudiendo ruidosamente el botecito blanco delante de mi cara-, tendrás la muerte más asquerosamente dolorosa que un estúpido niñato como tú pueda imaginar. ¿Me has escuchado?


Claro que lo había escuchado, claro que sabía a la perfección todo lo que esa persona totalmente desconocida para mí me decía. Me negaba a aceptarlo. Era eso. YO era eso.


Solamente un estúpido niñato.


No entendí su abrazo. No hasta que no me percaté de las lágrimas que mojaban su suéter, claramente mías. Me costaba respirar, y ni por un momento se me ocurrió corresponderle el gesto. Era como si el que estuviera enfermo fuera él… ¡Joder ya! ¡Era yo! ¡Yo era el que se moría a cada día que pasaba! ¿Por qué, entonces, tendría que consolarle?


Si tan solo ellos estuvieran aquí… Si estos brazos que me rodeaban fueran los de mis padres, y las lágrimas que empezaba a notar en mi hombro también fueran suyas…


Ellos ya no estaban.


Y no volverían. Y yo me moría. Y no me daba la gana drogarme para atrasar una muerte segura. Y este sujeto, el hermano de mi querida madre, intentaba por todos los medios que cambiara de opinión.


Pero lo peor, sin duda alguna, es que tenía la premonición de que acabaría convenciéndome.


Y yo lo único que quería era una maldita Coca-cola y dormir.
...
(No toméis Coca-Cola, niños xDDD, emplead vuestro valioso tiempo en comentar... :3)