jueves, 21 de junio de 2012

De precipicios y rotondas sin salida.


La esperanza. La esperanza es lo que siento cuando te llamo y oigo tú voz después de un largo día soñando con ella. Es lo que desaparece cuando la boca que amo me dice que mañana tampoco, que tendré que seguir soñando con tu voz, tus ojos y tu sonrisa otro día más. En ese momento, cuando la esperanza ha volado abandonándome, es cuando aparece el precipicio. Ese gran agujero en la misma tierra que hace unos momentos sostenía mis huesos, y que ahora me traga y me arroja a un boquete oscuro en el que no puedo distinguir fondo ni paredes. Solo el dolor, ese dolor tan característico y reconocible como un olor o un sabor, como una textura o un sonido. Que cuando me invade, cuando se mete dentro de mí y va recorriendo toda mi estructura hasta llegar a la punta de los dedos, sé que es él. “Mañana no lo veré”. Pienso. Y continúo sin ver el fondo.

Amor mío, tengo miedo. Miedo de que esto me esté haciendo daño y no pueda dejarlo, que sea como un droga, y no como una pasión. Tengo miedo de que el precipicio se vaya haciendo más grande cada vez, o que quizás yo tarde en llegar al final más. De una forma clara: tengo miedo de llamarte mañana y que duela más que hoy.

Esa es la preocupación con la que vivo cada vez que se repite la misma situación. ¿Qué ha sido hoy? ¿Qué tenías que trabajar con tu padre? ¿Comprar las cosas de tu cumpleaños? Yo sufro. Ya, ya sé que han pasado apenas tres días, y te aseguro que me siento muy muy mal conmigo misma por necesitarte tan pronto. Pero es que lo pienso y caigo en la dolorosa verdad de que es muy posible que siempre sea así, que yo te llame, y que tú tengas cosas que hacer. Tal vez deberíamos dejar de esquivar a algún cruel destino que quiere  que nos separemos. Que yo encuentre a alguien a quién necesite menos, o tal vez alguien que me necesite tanto como yo a él; y que tú…que tú encuentres a una chica que sea feliz a tu lado, que no tropiece con precipicios cada vez que se sienta sola. Soledad de ti.

Pero todo esto ya lo hemos hablado, taaantas veces. Y yo he luchado por mantenerme a tu lado, y he sufrido, y he llorado. Me he negado a separarme de ti definitivamente porque, al fin y al cabo, la droga es tan dura. Y voy tan ciega cuando estoy a tu lado que, sinceramente, me la suda que tú no me necesites tanto como yo a ti, los problemas, el dolor…por eso mismo, porque estoy a tu lado, y eso lo supera todo. Son tan peligrosos esos momentos de placebo bienestar…me hacen olvidar. El precipicio desaparece de mi memoria.

A pesar de todo esto, mañana despertaré y la vida será maravillosa. Porque faltará menos para verte, y la esperanza renacerá como fénix de sus cenizas. Yo, mientras todo gira, seguiré moviéndome con cara de boba en el círculo vicioso en el que se ha convertido mi vida: sufriendo porque me faltas, olvidando que sufro cuando te tengo, y volviendo a sufrir cuando me faltas. Hasta que un día el círculo se rompa.

Qué maravillosa es la vida.

lunes, 23 de abril de 2012

Muñeca de porcelana.

Parecías una muñeca de porcelana. Tan pálida, tan bonita, con tus ojos grandes de color almendra y tus largas pestañas. Una muñeca siempre triste, caminando con paso lento y la mirada de tus preciosos ojos clavada en el suelo. ¿Qué buscabas, muñeca?                                 El pelo siempre te tapaba el cielo, y por eso nunca sonreías. Pero cuando reías, las pocas veces que una carcajada nacía en tu pecho y moría en tus labios, creabas el sonido más bonito del mundo. Y yo amaba aquella risa, porque era fresca y sincera, y porque nos suelen gustar las cosas que menos se dan, las cosas especiales. Y tu sonrisa era muy especial para mí.                                     Yo reía siempre a tu lado, por cualquier cosa. Vivía con el continuo anhelo de darte un abrazo, de acariciarte la mejilla cuando parecías dormida a mi lado, y de decirte palabras que hiciesen que tus ojos brillasen de felicidad. Pero casi nunca lo hacía, porque tú eras diferente a todo el mundo, y no saber cómo reaccionarías me acobardaba. A pesar de eso, no podía evitar pasar minutos enteros acariciando tu pelo, que siempre estaba suave como el de un gato. Y aunque nunca te lo dije porque tú odiabas los gatos, ahora que me paro a pensarlo te parecías mucho a ellos: esa arrogancia en la mirada que tan poco te gustaba cuando venía de un felino, esa independencia tan propia de un gato que va de casa en casa, que vive en los tejados. Porque tú nunca parecías necesitar a nadie a tu lado, andabas sola por la vida, mirando al suelo y rodeada de gente. Pero a veces, tan pocas veces que después creía haberlo soñado, podía ver en tus ojos aquel destello que me decía que te sentías sola en el mundo. Por eso nunca te dejé sola. Por eso y porque te quería. Porque sinceramente, pasar tiempo contigo era una de las cosas que más disfrutaba. Cuando estábamos solas ya no eras frágil, y en tu cara se veía firmeza.                                                                                                                                                        Me hacías todas esas preguntas sobre la vida en las que yo me explayaba a la hora de contestar, a veces queriendo saber mi respuesta, y otras no. Me esforzaba mucho a la hora de contestar, ¿sabes? Intentaba que mi respuesta fuese lo suficientemente buena, que te sacase una sonrisa, y cuando eso pasaba, se me abría el corazón. Pasábamos horas hablando, siempre había algo bueno sobre lo que reflexionar, siempre había un suelo con hierba en el que sentarse, y siempre caían sobre nosotras los rayos del Sol, para que tu pelo brillase.            Pasamos días felices, diseccionando la vida, contando anécdotas. Creo que tú me enseñaste a escuchar de verdad, que es algo que muy poca gente sabe. 
Hasta que llegó el día en el que te vi llorar, por primera y última vez. Y fue como si aquella lámina brillante que había cubierto siempre tus ojos grandes y expresivos se resbalara, rodando por el lacrimal y adentrándose en el desconocido territorio de tus mejillas. Dirigiéndose a esa muerte segura a la que se dirigen todas las lágrimas cuando nacen. Dejó como única huella ese rastro húmedo e incómodo que cruzaba tu cara, el olor a mar cuando me acerqué a ti y te abracé.
Lo supe, llorabas por mí. Porque me marchaba.
Nunca llores por nadie, pequeña muñeca de porcelana. Llorar es coger todos los recuerdos de los buenos momentos, exprimirlos una y otra vez, y cuando has conseguido esa esencia, la chispa concentrada de miles de horas, minutos y segundos de felicidad, arrojarla al mar en minúsculas gotas de agua que salen de tus ojos. Porque dicen que los ojos son el espejo del alma, y te puedo asegurar que es ahí donde guardas, sin darte cuenta, todas esas tardes de risas y de cielos sin nubes. Guarda tus lágrimas, guárdalas para cuando de verdad necesites deshacerte de malos recuerdos, y deja de alimentar al mar con los nuestros. Protégelos. Ponlos a salvo del polvo que los cubre y los sumerge en el olvido, que los arrastra a lugares donde dejarán de ser importantes para ti. Porque te estoy confiando una de las cosas más importantes para mí. Mis recuerdos.
Y estoy segura que cuando los años pasen para ambas y nuestras vidas hayan tomado caminos opuestos e inesperados, un día, una mañana, en un segundo  tus ojos, todavía castaños y preciosos, se fijarán en algo que te hará pensar en mí, recordar que en un tiempo pasado existió esa chica loca que quería ir contigo a Paris. Sonreirás.
Y yo, esté donde esté, sonreiré y pensaré en ti, en aquella pequeña muñeca de porcelana que me enseñó tanto sobre la vida. En su sonrisa que le hacía poderosa. En nuestras pequeñas aventuras.
Con toda seguridad te puedo asegurar que eso pasará algún día, pero no tiene que ser hoy, ni mañana. Todavía quedan años que recordar, y momentos que vivir. Solo me marcharé cuando tenga la certeza de que me recordarás cuando tu mirada se cruce con un cielo azul y abierto.
¿Te acuerdas? El azul del cielo es tan maravilloso.